viernes, 14 de septiembre de 2012

Infierno.

Te miras las manos, están cubiertas de sangre. Te acercas lentamente al espejo y contemplas tu imagen, desnuda, frente al espejo. Lentamente vas bajando la mirada para contemplar tu cuerpo entero, no puedes aguantarlo más, lloras. Tu largo cabello rubio cae sobre tu rostro, tus ojos azules están hinchados, morados alrededor. Sabes perfectamente que esas magulladuras no han salido solas, tampoco han nacido a causa del largo tiempo derramando lágrimas. Contemplas tus senos, cortados, arañados, todavía brota la sangre de las heridas, y de estas mismas heridas proviene la sangre que ahora mancha tus manos pues, en un desesperado intento de protección tardía, te has cubierto con ellas. Aunque ya era tarde. Observas también los cardenales de tus caderas, tienen diversos colores: morado, amarillo, verde. En un desesperado intento por volver a reír piensas que son colores bonitos, alegres, y que es una ironía que esos mismos colores decoren tu cuerpo ahora, estén presentes en esta horrible situación.
No. Ya no más. Lo que empezó como una broma absurda, una discusión tonta, un "¿Dónde vas con esa falda tan corta? Ten cuidado, a ver si te confunden con una chica de la calle", una palmada en el trasero, se  ha ido convirtiendo poco a poco en esto. Aquello, que en un principio no parecía más que un juego, una idiotez, esos momentos en los que él cogía todo tu maquillaje cuando no te dabas cuenta y lo escondía, si no lo tiraba, justo en el momento en el que ibas a salir a la calle. "No hace falta que te maquilles. Estás preciosa de todos modos". Aquello, que después fue tomando una forma más definida mediante discusiones más serias, discusiones que al final se convirtieron en ataques directos, de él a ella. "Eres una imbécil, todo lo haces mal", "Eres la zorra más grande del mundo, no entiendo como te puedo querer"...Aquellas frases simples y tristes, que venían acompañadas siempre por un "Perdón, no lo volveré a hacer. Yo sólo quiero el bien para los dos. Te amo.", aquel voto de confianza que le dabas siempre después de los ataques, "Tiene razón, me he portado mal.", "Él sólo quiere lo mejor para mí, y yo le hago daño", "Debe tener un mal día, en realidad es buena gente"...Todo eso, a lo que has pasado más´de cien días restándole importancia, se ha convertido de golpe y porrazo en sangre manchando tus manos.
Y es que la primera vez que te asestó el primer golpe, aquel día que llegaste del trabajo con aquella falda que él consideraba tan corta, lo justificaste. "Tiene razón, he salido vestida  como una guarra, me lo merezco". El segundo día, te golpeó porque estaba de mal humor. "Pobrecito, está pasando un mal momento, pero se le pasará." El tercero, ni siquiera te dio una explicación lógica, pero te seguiste empeñando en ocultarlo, en mostrarte feliz ante tus amigos y amigas, en vestirte con ropa que lo tapase y maquillarte levemente para disimularlo. Y así han ido pasando los días, incluso tus amigos y amigas se han dado cuenta y tú lo has negado "¿Manuel golpeándome? Que va. Es que a veces viene un poco de mal humor por cosas que le están pasando y me grita, pero no es nada.". Y así ha transcurrido el tiempo hasta hoy, que apareces en el espejo cubierta de sangre.
La verdad es que dentro de ti siempre ha estado la espina esa que siempre ha intentado gritarte que no era normal, que sus insultos, sus discusiones, sus golpes, no tenían justificación ninguna. Pero tú siempre has callado esa voz, incluso te has avergonzado, te has sentido mal al darte cuenta de algo que no querías ver. "Manuel no es mala persona", te has repetido una y otra vez "Es que tiene un mal día y yo no hago más que hacerle sufrir". Claro que, ahora mismo, contemplándote así, en el espejo, ya no puedes callar esa voz, ya no puedes dejar de llorar, ya no puedes calmarte diciendo "Mañana ya no lo hará, es que últimamente pasa malas rachas, pero mañana ya no lo hará". Ya no. Esta vez, la voz de la espina es más fuerte y te está gritando "Huye, Huye o te matará.". Lloras, en el fondo no quieres abandonarle, le amas. Pero sabes que sino acabará apuñalándote, degollándote o algo peor, aquello ha llegado demasiado lejos. Justo hace una hora, te ha lanzado al suelo y, con un cuchillo, ha cortado tu piel. Y todo porque no querías sexo en ese momento. Ha dicho que así te acordarás de no volver a llevarle la contraria.
No. No es normal. Huye. Huye. Recoges tus cosas rápidamente, tienes poco más de media hora, lo que tarde en subir del bar, de beber, de emborracharse, porque esa es otra, hace nada empezó a emborracharse a base de anís seco. Huye, no quieres volver a tener cerca ese hedor empalagoso que acarrea malas consecuencias. Huye, ya has terminado de recoger. Abre la puerta, no te lleves llave. Huye a la casa de Pepa, que vive en una ciudad a 300 kilómetros de la tuya. Allí no se le ocurrirá buscarte.
 Bajas rápido las escaleras, compruebas que tienes dinero para el autobús y te diriges hacia la puerta de salida. Antes de salir, aspiras lentamente, por última vez, el olor tan  característico del patio de tu ahora antigua casa. Huele francamente mal, a ajos quemados. Es un olor horrible, como los recuerdos que allí dejas, porque, lógicamente, éstos no han tenido cabida en tu maleta. Abres la puerta y avanzas lentamente, saboreando tus primeros pasos de libertad. Luego, echas a correr. Y corres rápido, y no corres, vuelvas, y lloras, pero esta vez lloras de felicidad, y te sientes libre, libre por primera vez en mucho tiempo. Mientras corres, lanzas el móvil a la carretera, para que así no pueda ponerse en contacto contigo. Y corres, y sigues corriendo hacia el autobús, disfrutando de la auténtica felicidad.

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