sábado, 12 de septiembre de 2009

Soledad

Soledad, con sus ojos empañados en lágrimas, con la mirada perdida, contemplaba como se echaba a perder su vida. Solía sentarse en un parque, con sus 42 primaveras, a mirar a los niños jugar, y solía ver en ellos a aquella niña que nunca más sería, a aquellos hijos que ya nunca tendría.
Soledad deseaba volver a ser una niña, o al menos, ponerse a jugar con aquellos niños, tirarse por los toboganes y hacer castillos de arena. Pero el tiempo había pasado, los granos de arena se habían acomulado en el castillo de su niñez, hasta pasar a la adolescencia, y luego a la adultez, posteriormente a la madurez, y nunca, en ninguna etapa de aquellas, se había parado a pensar que era lo que realmente deseaba.
Con sus 42 primaveras, lo único que deseaba era ser una loca, llorar cuando todos reían y reir cuando todos lloraban. Deseaba salir a la calle con zapatos de plataforma y gritar "aquí estoy yo, dispuesta a todo. Muerete mundo." Pero nunca lo hacía. Muerete mundo, decía para sí misma, mientras bajaba al parque y contemplaba niños comer arena, deseando haber comido alguna vez arena. Muerete mundo, pensaba desgarrando sus pensamientos. Muerete mundo, y arañaba la vida con sus uñas de porcelana. Muerete mundo.
Pero el mundo nunca moría, y Soledad seguía pendiente del que diran, de las insinuaciones de la gente, y jamás hacía lo que quería.

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