miércoles, 27 de junio de 2012

La rosa.

Había una rosa entre sus manos, su color rojo purpúreo brillaba al Sol y su olor se iba perdiendo segundo tras segundo. Las espinas se clavaban e iban dejando cortes y pinchazos que sangraban sin parar, pero casi no se estaba dando cuenta y, en las pocas ocasiones en las que lo hacía, simplemente arrancaba la espina y la tiraba muy lejos, sin saber que al mover su mano a lo largo del tallo volvía a clavar otra en la herida anteriormente hecha. Poco a poco, día tras día, la rosa iba perdiendo sus espinas, pero también sus hermosos pétalos rojo purpúreo, que se secaban y morían, cayendo suavemente sobre el suelo, dejando un rastro que ya no se podía recuperar. Poco a poco, también, sobre el tallo iban cayendo más lágrimas, y cada día resbalaban para formar también el rastro, junto con los pétalos. Poco a poco sólo quedaba un tallo seco y vacío, unos ojos secos, unas manos ensangrentadas, poco a poco, iban también desapareciendo las espinas, pero no las cicatrices. Poco a poco fue quedando un tallo seco, vacío, que se creyó ligero en un primer momento. Poco a poco, el tallo empezó a ansiar volver a ser rosa. Poco a poco, las manos dejaron de sangrar. Poco a poco, los ojos secos volvieron la mirada atrás. Y poco a poco, comenzaron de nuevo a humedecerse.

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